lunes, 20 de junio de 2011

Riña de gatos (Eduardo Mendoza)

Este es el segundo libro que leo de Eduardo Mendoza, y si el primero (Sin noticias de Gurb) me pareció una obra menor pero meritoria por su originalidad y su sentido del humor,  Riña de gatos me resulta más bien una novela mediocre que solo a veces deja asomar las capacidades artísticas de su autor.
        Como digo en la presentación a este blog, uno de mis “prejuicios positivos” es la calidad estilística y formal que espero de los escritores, y más si tienen un nombre de talla y han ganado premios importantes, como es el caso de Mendoza. Al fin y al cabo, el dominio del lenguaje –su material de trabajo–  es uno de los factores que ratifican su grandeza, lo que también les asegura la pervivencia más allá de las modas y lo que les separa de quienes probablemente  acabarán olvidados con el paso del tiempo. Quien conozca la historia de la literatura española podrá citar un buen número de casos al respecto.  Por ello, por ejemplo, cuando me encuentro con un párrafo tan cacofónico y desaliñado como el que da inicio al decimocuarto capítulo, los libros se me empiezan a caer de de las manos y, por contraste, me vienen a la cabeza el cuidado que ponía en sus páginas  escritores como Valle Inclán o Gabriel Miró. Cito en parte ese comienzo y subrayo las expresiones y repeticiones que han hecho chirriar mis sentidos de lector:

Al salir de la Dirección General de Seguridad, Anthony Whitelands se sorprendió al encontrarse en un lugar conocido (…) apenas si se enteraba. Sabía que se enfrentaba a un dilema moral, pero estaba tan aturdido que no atinaba siquiera a discernir cuál era. Mientras se abría paso entre la multitud se preguntaba por la razón de que le hubieran detenido de un modo tan caprichoso” (p. 131). 

        En otras palabras, Riña de gatos no muestra apenas momentos donde el autor se preocupe realmente de lograr un estilo esmerado y exigente, que tampoco identifico con preciosista o esotérico pero que tiene que ir más allá del mero prosaísmo o el amaneramiento de cualquier escritor aficionado.  Tampoco quiero dramatizar y afirmar que toda la narración tenga ese defecto. Como ejemplos positivos, algunos de los parlamentos políticos falangistas  o algunas de las digresiones  pictóricas del propio Whitelands  muestran un verdadero afán individualizador del lenguaje y un estilo propio para la ocasión.
         Pero quizá lo peor de todo es el hecho de que la novela no ha sabido encontrar su tono narrativo. Por un lado, en algunas entrevistas Mendoza presenta Riña de gatos como una novela seria, escrita para exorcizar algunos de los 'nuestros demonios' a través de un argumento inscrito en el Madrid inmediato a la Guerra Civil y mediante la inserción de unos personajes históricos en un argumento que quiere también entroncar con las raíces más hondas de lo español, encarnado esta vez en el Siglo de Oro, en Velázquez y en su incógnito cuadro. Y si estos personajes históricos (Primo de Rivera, Mola, Franco) me han parecido bastante bien logrados, los ficticios, por el contrario, nunca acaban de tomar cuerpo ni parecer seres de carne y hueso. En este sentido la novela da la impresión de ser un desfile de personas reales acompañando a un grupo de gigantes y cabezudos. Para culminar este desequilibrio, los nombres de los personajes novelescos son en su mayoría nombres de farsa y comedieta: Paquita, Toñina, Lilí, Gumersindo Marranón y Coscolluela, Pedro Teacher, Higinio Zamora Zamorano, etc. En algunas reseñas positivas se ha querido justificar este desfase vinculándolo con la literatura de folletín o con el género de la farsa, pero a mí me parece que el conjunto no funciona, y que al final la novela se queda a medio camino tanto de ser una novela seria como de ser una verdadera y lograda sátira.  
             Además, ¡qué decir del pobre Withelands! Ciertamente en algunos momentos parece llegar a ser  un personaje singular, sobre todo en esa sucesión de extrañas y rocambolescas situaciones en las que se ve involuntariamente envuelto, yendo de un sitio a otro sin saber muy bien porqué. Pero eso, que Mendoza podría haber aprovechado muy bien para indagar en las zozobras interiores de su personaje, en su desorientación vital o para hacer una crítica más profunda de la idiosincrasia española, se queda al final en la caracterización de un protagonista de una comedia barata, traído y llevado a merced y capricho del narrador, y en función de las necesidades de la anécdota, pero nunca con la intención de crear una individualidad con peso y volumen propios.
          Creo también que el ritmo de la novela es excesivamente lento y aburrido al comienzo, y que solo ya bien avanzada la historia el sentido de intriga empieza a tomar cuerpo para al final llegar a un desenlace acelerado y resuelto de forma precipitada y sin sorpresas reales, aunque, de nuevo, con alguno que otro acierto aislado. Realmente el argumento se caracteriza más por la desorientación que por la sana incertidumbre, y la mayor parte del libro el lector sigue los pasos de Anthony sin saber dónde van a llegar ni tampoco quién es el verdadero protagonista de la historia. A este respecto creo que ese cuadro de Velázquez, que permanece inmóvil durante toda la novela, podría haberse constituido en un interesante nervio argumental  tras haber sido convertido en sujeto de unos vaivenes o cambios de dueños, robos, desapariciones, etc., al modo de una novela policiaca.
        Algo similar se puede decir de bastantes situaciones y escenas particulares que llegan a lo   inverosímil y lo esperpéntico (en el sentido negativo del término).  Así, esos momentos donde Anthony o la Toñina escuchan escondidos tras las cortinas o dentro de los armarios,  esas idas y venidas por puertas traseras y pasillos extraños, la escena erótica afortunadamente elidida entre Anthony y  Lilí (una “niña”, pág. 144), la clandestina visita de la duquesa a Niceto Alcalá Zamora … En esta línea el clímax del delirio me lo han parecido la conversación entre José Antonio y Withelands, donde el primero es presentado como un posible agente de la Rusia soviética (¿¿??),  la decisión de Paquita, esa figura a medio camino entre la mujer fatal y chulapa de verbena  que, arrepentida de sus descaminos, decide retirarse a un convento, o también la actitud final de Lilí, la adolescente y precoz ninfómana que se nos queda llorando la marcha del inglés…   
            Si hubiera que salvar algo me quedaría con el ambiente y color madrileño que a veces consigue recrear Mendoza, un poco el político, y especialmente el falangista –que parece ser el más cuidado por el autor– y otro poco el de ese Madrid castizo que me ha recordado casi más a Arniches que al Madrid prebélico de los años 30. También hay algún momento de lucidez con las digresiones pictóricas, con las que creo que Mendoza podría haber llegado mucho más lejos y podrían haberse convertido en otro camino de salvación para el libro.
        En resumen, creo que se trata de un trabajo con escasos aciertos, escrito deprisa, con un tono desigual y perdido y con una serie de personajes y situaciones que no llegan a consolidarse en una acción consistente ni en un mensaje claro y persuasivo.
        En fin, otro planeta en este blog y otra decepción. Por coincidencias del destino, dos de los próximos libros que tengo previsto reseñar aquí han sido escritos por Carmen Posadas y Rosa Regàs, que fueron parte del jurado que otorgó el premio a Mendoza. Veremos qué pasa. (Eduardo Mendoza: Riña de gatos. Madrid 1936. Barcelona: Planeta, 2010, 427 pp.).


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